Sobre el final

Último cuarto.

Apenas quedan un segundo y treinta y seis centésimas en el cronómetro.

El marcador: 97 – 97.

Rosset pica la pelota: una… dos… tres veces en la línea del tiro libre. Clava la vista en el punto exacto en que la red y el aro se unen. Inhala. Afloja los hombros. Exhala. Se mira los pies: el derecho apunta directo al aro; el izquierdo acompaña, atrasado levemente.

Rosset acaba de anotar el primer tiro libre, y ahora mismo podría anotar el segundo y darle la victoria a su equipo; o errar: entregar el partido a los otros, servirles el triunfo en bandeja. No, Rosset no piensa fallar ese tiro: ya presiente, ansía los besos del público que aguarda el campeón.

Delante de él, plantado junto a la zona de libres, Brusci espera el rebote: flexionadas las rodillas, bajo el centro de gravedad, abiertos los brazos. Transmite todo el peso del cuerpo a sus tobillos firmes. Brusci no mira la pelota; de lo que no aparta los ojos es del tablero. Sabe que, tan pronto como entrevea de reojo a Rosset lanzando, tendrá menos de una fracción de segundo para explotar y capturar la bola antes que cualquiera de sus rivales. Imagina que buscará la falta, que irá al otro lado, que lanzará y meterá los dos tiros libres. Y acaricia la idea de que su tiro ganará el partido, y la gloria será para él. Tiene razones para creerlo así: Veinticinco puntos, once rebotes, cuatro robos, y ocho asistencias.

Repasemos ahora la planilla de Rosset: setenta y seis por ciento de efectividad en tiros de tres; cincuenta y siete por ciento en dobles; ochenta y uno por ciento en libres. Treinta y dos puntos en total.

Esta noche, tanto Rosset como Brusci —cada cual en su equipo— registran los mejores números. Y no es la primera vez que, en sus años de básquet profesional, marcan cifras semejantes. Aun así, hay cosas que los números no explican. Porque esta noche, tanto Rosset como Brusci disputan el más ansiado, el más importante partido de sus vidas: su primera final de campeonato.

Juegan con pasión, espectacularmente. Lo adivinamos en la presteza de sus movimientos, en la velocidad de sus piernas, en la lucidez para arrancar-amagar-frenar-saltar-lanzar; y desacelerar y volver al juego.

Y aun los vemos parados ahí, apretando la mandíbula, luchando por sumar el último punto: esa línea roja en el tanteador, esa fina línea que separa a los primeros de los segundos, a los ganadores de los fracasados, a la gloria del olvido.

La gloria, o la nada.

El árbitro pita.

Como si se tratase de una acción espontánea —y no del inmenso despliegue técnico que requiere la ejecución de un buen tiro libre—, Rosset estira la rodilla, alza la cadera y el pecho, y tensa el brazo. La pelota abandona sus dedos, y el anular aún se queda extendido, indicando la parábola que ella recorre girando en el aire, camino al aro.

Brusci casi la puede intuir surgiendo de la mano del tirador, y ahora se afirma entre dos de sus contrincantes, ensanchando los hombros y levantando los brazos. Dueño absoluto de la zona, prepara el impulso para despegar y tomar esa bola apenas rebote.

La pelota toca el borde mismo del aro; y golpea el acrílico del tablero; y salta sobre aquel mar de manos que la buscan. Algunas la rozan, mas no logran atraparla. Y ella choca con varios dedos, y los burla, y en una confusa carambola sale de la cancha.

La bocina anuncia el final del cuarto: habrá un tiempo extra.

Anclado a la línea de libres, Rosset no comprende cómo es posible que él haya fallado tan suciamente aquel lanzamiento. El entrenador lo llama; pero a Rosset las zapatillas le pesan una enormidad. Por eso demora en llegar al banco y sentarse junto a sus compañeros de equipo. Y aunque lo intenta, no logra concentrarse en los gritos de ese tipo que diseña jugadas en su pizarra de plástico. Eso ya no importa: Rosset no volverá al partido.

Brusci, por su parte, ingresará al suplementario lamentándose aún por no haber conseguido adueñarse de aquel rebote y convertir; o buscar la falta; o pedir un tiempo muerto, en el peor de los casos. Y se dirá y se repetirá que ahora sí, ahora sí.

En cuanto el reloj comience a correr, un Brusci rabioso anotará un triple. Después un doble. Pero a los veintisiete segundos de juego, disputando un rebote en ataque, se trenzará en el aire con el reemplazo de Rosset —un chico de 19 años, un tal Gauna— y el chico le caerá aparatosamente sobre la pierna. En el banco de suplentes, el kinesiólogo le dirá a Brusci que le esperan semanas de rehabilitación.

Gauna le estrechará la mano a Brusci y le dirá que lo disculpe, que no era su intención. Brusci mentirá: que son cosas del deporte, que no es nada.

Y durante los restantes cuatro minutos y treinta y tres segundos de partido, Gauna se dedicará a meter diecisiete puntos, dar cinco asistencias, bajar cuatro rebotes, y robar una pelota. Fresco, inspirado, imparable, ese novato que hasta ahora ha promediado dos minutos y medio en cancha por juego, le dará la victoria a su equipo y se convertirá en la estrella de la final.

Mañana la tele y la radio hablarán de Gauna: de la nueva generación, de la promesa naciente, del futuro del básquet. Y acaso mencionarán, como a la pasada, el yerro de Rosset y la caída de Brusci.

Pero nada dirán las noticias de las ilusiones que mueren; o del precario azar; o de la gloria, que pertenece sólo a los que saben conquistarla. Después de todo, esas son cosas de los cuentos.  



Deja un comentario

About Me

Soy Franco Marín,
escritor y corrector de estilo.

Newsletter